La pandemia sólo ha ayudado a descorrer el velo de una viejísima realidad, aunque en el discurso institucional y en los medios hoy se plantee como el «nuevo descubrimiento». La explotación laboral de las personas migrantes en zonas agrícolas es ampliamente conocida por las instituciones del Estado, así como los escenarios de vulnerabilidad para la trata de personas. Pero ha sido un problema ignorado, y su «desatención selectiva» se ve atravesada por grandes presiones políticas, pactos neoliberales, corrupción institucional, e intereses económicos de los sectores más poderosos.
La trata estructural de personas migrantes ha estado frente a nuestras narices. Por eso, nada de lo que han publicado recientemente los medios me sorprende, lo que me sorprende es que hayan personas que crean que es algo nuevo que la pandemia llegó a agudizar. Tampoco se ha dado credibilidad a los grupos comunitarios organizados, activistas, sindicalistas, cientistas sociales que desde hace décadas lo vienen denunciando públicamente.
No son sólo testimonios desgarradores o situaciones inhumanas sufridas por «casos aislados». Es violencia estructural. Discriminación, explotación e injusticia institucionalizadas, bajo patrones sistemáticos de impunidad.
En el año 2011, Alberto Rojas y yo realizamos el estudio «Trata de personas con fines de explotación laboral en Centro América: caso Costa Rica» para un organismo internacional de derechos humanos. Los resultados -presentados a las instituciones competentes- permitieron constatar que la vulnerabilidad específica del sector agroindustrial es «caldo de cultivo» para la trata laboral. Su vulnerabilidad radica en las modalidades de contratación, la participación de redes de tráfico ilícito de migrantes en la captación y traslado de las víctimas, la rotación en el flujo de personas que laboran en los mencionados sectores (esta rotación propicia que se normalice la entrada y salida constante de trabajadores) y la precariedad del empleo. También contribuye a acentuar esa vulnerabilidad la débil aplicación de los mecanismos de monitoreo de la forma cómo se cumplen o no, en la realidad, los derechos laborales de las personas trabajadoras inmigrantes, hayan o no regularizado su permanencia en el país:
«los sectores agrícola y de la construcción ofrecen características especialmente favorables para estimular el desarrollo de la trata de laboral (hacinamiento, retención de documentos, restricción de la libertad, salarios menores a lo pactado, persecución sindical, etc.). Eso significa que las personas inmigrantes, ngäbes y centroamericanas deben trabajar de tal modo que se produce un sistemático deterioro de sus derechos humanos, algo de lo que debieran ocuparse más activamente las instituciones del Estado encargadas de contribuir a asegurar la vigencia plena de esos derechos».
Analizamos documentación, casos específicos, testimonios de informantes clave, y con bases científicas, pudimos comprobar que es muy tenue la línea de separación entre las condiciones de explotación laboral y la correspondiente trata de personas. Además, las personas que laboran en este sector productivo llevan sobre sus espaldas no sólo una historia de vulnerabilidad y discriminación, sino también del estigma con que a menudo las comunidades a las que ellas llegan justifican esa vulnerabilidad y discriminación, sobre todo en el caso de personas nicaragüenses e indígenas ngäbe:
«No pocos consideran, contribuyendo a justificar así una trata de personas y una explotación siempre injustificables, que los inmigrantes, por su procedencia, su pobreza, su nivel cultural y educativo, sus costumbres, poseen las condiciones necesarias para adaptarse a la dureza de condiciones de vida y trabajo: hacinamiento, falta de higiene, anulación de los derechos laborales, raquíticos salarios, falta de normas de seguridad, etc».
Si quiere más información, puede consultar la investigación completa: https://rosanjose.iom.int/site/sites/default/files/trata_de_personas_cr_0.pdf
*Imagen con fines ilustrativos. Foto: www.pixabay.com