A veces la diferencia comienza como un murmullo. Una maestra que pone un sello de “lorita” en el cuaderno por hablar demasiado. Un profesor que repite que el estudiante “se distrae mucho”. Un recreo que se convierte en castigo. Y, sin embargo, detrás de esos gestos cotidianos había algo que ningún adulto veía: dos cerebros que no encajaban en la fila, pero no por rebeldía, sino por neurodivergencia.
Esta es la historia de Adriana y Emmanuel. Ambos crecieron en Costa Rica, casi de la misma edad, sin conocerse, pero atravesados por una experiencia compartida: vivir la escuela y el colegio sin que su forma de aprender fuera comprendida.
Adriana: la niña inquieta que buscaba respuestas
Adriana recuerda la escuela desde un lugar borroso en el tiempo: han pasado más de 35 años, pero todavía puede ver el cuaderno donde le estampaban el sello de la lorita por hablar “demasiado”. “Era la inquieta, la indisciplinada”, cuenta. Nunca tuvo diagnóstico. Ni siquiera tuvo acceso a un psicólogo. En su época —dice— “no se hablaba de salud mental ni de neurodivergencias”.
Era una niña que leía rápido, aprendía rápido y terminaba todo antes que los demás. Y aunque destacaba académicamente, eso nunca era suficiente para dejar de recibir castigos. “Me aburría sobremanera teniendo que ir al ritmo de todos”, recuerda. Su cerebro buscaba estímulos que la escuela no ofrecía: explicaciones claras, libertad para moverse, espacios para crear.
Lo que sí recibía eran represalias. En su casa, golpes y regaños. En la escuela, castigos por “hablar”, por “cuestionar”, por “no comportarse”. Adriana insiste en algo: “Yo necesito que me expliquen las cosas. Si no entiendo la razón, me voy a cuestionar”. Esa característica terminó interpretándose como desafío.
En lo social, tampoco lograba encajar. “Con las chicas del barrio no conectaba”, dice. “Sus conversaciones me parecían superficiales”. Los juegos no la atraían y eso la convirtió en blanco de burlas y agresiones. En el colegio, la historia se repitió: fiestas, novios, dinámicas que no comprendía y que la hacían sentir desfasada. “Era como si yo hablara otro idioma”, recuerda. El bullying, las humillaciones y la incomprensión se acumularon a tal punto que todavía se pregunta: “No sé cómo sobreviví y saqué el colegio”.
Décadas después, ya adulta, su vida se detuvo. El agotamiento físico y emocional, el burnout, la imposibilidad de “funcionar” en trabajos tradicionales la empujaron a buscar respuestas. Tardó años en encontrarlas. Y las encontró lejos: primero en contenidos sobre personas altamente sensibles; luego, en el relato de una mujer autista adulta en España; después, en una neuropsicóloga colombiana especializada en autismo en mujeres.
Hoy Adriana tiene 40 años y, además de creadora de contenido, es actriz. Durante años trabajó en entornos laborales que exigían ritmos imposibles para su sistema nervioso: jornadas extensas, ruidos constantes, instrucciones poco claras y dinámicas sociales que la dejaban exhausta. “Mi cuerpo colapsó”, recuerda. Ese desgaste fue uno de los motivos que la llevó a detenerse y buscar respuestas sobre lo que le ocurría; respuestas que llegarían hasta mucho después, cuando finalmente recibió su diagnóstico.
El diagnóstico fue claro: autismo grado 1, TDAH y altas capacidades.
“Es como si hubiera vuelto a nacer”, dice. Y desde allí comenzó un proceso de reconstrucción: aprender a nombrarse sin juicio, adaptar su mundo sensorial, descubrir cómo funciona su cerebro. “Yo confío en que tengo capacidades. Lo que cambia es el camino”, explica. Ahora trabaja de forma remota, volvió al teatro, crea contenido y busca espacios donde pueda habitar el mundo sin colapsar.
Emmanuel: el niño inquieto que hacía buenas notas, pero nunca podía quedarse sentado
Emmanuel tiene 45 años y una memoria precisa de cómo todo comenzó. En la escuela de los años 80, cuando un niño era inquieto, el castigo era simple y contundente: no salir al recreo. “Imagínese lo que era para mí estar encerrado en el aula todas las lecciones y todos los recreos”, cuenta. El recreo, ese espacio natural para moverse y regularse, se convertía en una prohibición.
Siempre sacaba buenas calificaciones, pero sus notas venían acompañadas de un “pero”: “Tiene buenas calificaciones, pero se distrae mucho”. “Tiene buenas calificaciones, pero habla mucho”. “Tiene buenas calificaciones, pero no se queda en el asiento”.
En el colegio la situación se volvió más evidente. Una profesora de estudios sociales, formada en Europa, fue la primera en notar un patrón: Emmanuel participaba en clase con respuestas certeras, pero sus exámenes iban decayendo pregunta tras pregunta. Él comenzaba bien, pero algo pasaba a mitad del camino. Se perdía. Se le iba la atención.
La profesora sugirió buscar ayuda profesional. Fueron a varios psicólogos: algunos decían que era parte de su personalidad, otros que se debía a secuelas de la epilepsia que tuvo de niño. Hasta que finalmente llegó el diagnóstico: TDAH.
Era la década de los noventa. En Costa Rica casi nadie sabía del tema. Por eso, además del diagnóstico, Emmanuel recibió incredulidad. “Había adultos que decían que eso era vagabundería”, recuerda. “Que debía competir igual que los demás”. Pero la escuela no era igual para todos. Y menos para él.
Con el tiempo, el sistema educativo empezó a implementar algunos ajustes piloto: permitirle caminar un rato fuera del aula, dividirle los exámenes en dos partes, evitar programarle dos pruebas el mismo día. Incluso usaba una grabadora para registrar las clases. Esos pequeños cambios marcaron la diferencia.
Pero el camino no terminaba en la escuela. Emmanuel creció, estudió periodismo, entró a la universidad sin apoyos institucionales —porque no existían— y se abrió paso en su vida profesional entre distracciones, olvidos inesperados y estrategias aprendidas. Con el tiempo, incluso halló herramientas personales, como volver al ajedrez, que le ayudaron a entrenar concentración.
Hoy, con una carrera sólida, un premio nacional de periodismo y una vasta trayectoria, resume su aprendizaje en una frase: “No es pecado distraerse ni delito moverse para volver.”
Un sistema educativo que aún no reconoce todas las formas de aprender
Las historias de Adriana y Emmanuel no son excepciones. Son espejos de un sistema escolar construido bajo un ideal de homogeneidad: todos deben aprender igual, comportarse igual, sentarse igual, regularse igual. Pero la realidad es otra.
Las estadísticas globales estiman que entre el 15 % y el 20 % de la población es neurodivergente, según reportó BBC News, esta cifra proviene del programa Neurodiversidad en el Trabajo de la Universidad de Stanford. En América Latina, sin embargo, la mayoría de países no cuenta con datos oficiales. La ausencia de información se traduce en otra ausencia: la de apoyos reales.
Las cifras disponibles ayudan a dimensionar el contexto, aunque suelen ser incompletas o inconsistentes en América Latina. Según Humanity & Inclusion LAC, la Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que 1 de cada 100 personas es autista, un dato utilizado de forma general en revisiones recientes, aunque sin un año específico de referencia. La organización también retoma una cifra de la Organización Internacional del Trabajo que señala que alrededor del 85 % de personas autistas adultas están desempleadas o subempleadas, un indicador que evidencia las barreras estructurales que enfrentan, aunque tampoco cuenta con una fecha claramente identificada. A esto se suma que, según Humanity & Inclusion, la mayoría de países de la región no posee datos oficiales sobre población neurodivergente, lo que deja enormes vacíos para comprender su realidad y diseñar políticas inclusivas.
Adriana lo resume así: “El neurodivergente no es una minoría. Están ahí, muchísimos.”
La escuela sigue pidiendo quietud, silencio, obediencia sin explicación. En muchos casos aún castiga lo que no comprende: movimiento, preguntas, sensibilidad, necesidad de estímulos. Y aunque se han dado avances, las voces de quienes atravesaron el aula sin nombre para lo que les pasaba recuerdan cuánto falta.
Emmanuel lo dice desde otro ángulo: “El error no es que yo fuera diferente, sino que el sistema quería igualarme a los demás.”
A partir de información recopilada por Teletón México, se señala que la OMS estima que 1 de cada 160 niños y niñas presenta un trastorno del espectro autista. En México, esta proporción se acerca a 1 de cada 115, una diferencia que evidencia tanto la variabilidad regional como la falta de datos homogéneos en América Latina. Aunque las cifras pueden cambiar según la fuente, diversas organizaciones coinciden en que el autismo —y, en general, las neurodivergencias— continúan siendo subdiagnosticadas, especialmente en niñas y mujeres. Teletón México retoma estimaciones ampliamente citadas que indican que por cada mujer diagnosticada podría haber entre 3 y 5 hombres, lo que apunta a un sesgo de género en los procesos de evaluación y reconocimiento.
En El Salvador no existen estadísticas oficiales sobre autismo; según la Asociación Salvadoreña de Autismo, podrían haber aproximadamente 40,625 personas con TEA en el país, una cifra que se basa en estimaciones de la OMS. Y que uno de cada 160 niños o niñas presentan esta condición. En Costa Rica, por su parte, reportes de medios locales indican que hay cerca de 8,000 personas con autismo, aunque otros cálculos más amplios sugieren hasta 64,000, dependiendo del criterio usado. Estas discrepancias reflejan, nuevamente, la carencia de datos precisos y homogéneos en la región.
Aprender fuera de la caja: arte, naturaleza y ajustes que cambian vidas
En medio de sus experiencias, ambos encontraron refugios. Para Adriana, el arte fue un lugar seguro en el que podía respirar. “Para las personas neurodivergentes, el arte es un oasis”, dice. Estuvo en la banda de la escuela y del colegio durante doce años. Más tarde, la actuación se convirtió en la forma más clara de habitar su cuerpo y regular su sistema nervioso. “Hay actividades que nos autorregulan”, explica. “El arte y la naturaleza me salvan”.
Emmanuel encontró su forma en el ajedrez, en los mecanismos para ordenar la información, en darse permisos para moverse, caminar, pausar. Y en un aprendizaje aparentemente simple, pero profundo: no tener miedo al error.
Ambos coinciden en que el cambio comienza con información. Con docentes formados. Con familias acompañadas. Con diagnósticos tempranos. Con escuelas que permitan moverse, respirar, sentir.
“Los niños no deberían adaptarse a la escuela; la escuela debería adaptarse a los niños”, dice Adriana.
¿Qué mensaje le darían a quienes hoy atraviesan lo que ellos vivieron?
Les preguntamos a los dos. Y ambos, desde caminos distintos, llegaron al mismo punto.
Adriana dice: “No hay nada malo en ustedes. No están rotos. Solo tienen que encontrar su forma de brillar.”
Emmanuel añade: “Se puede ser feliz. Se puede tener éxito siendo neurodivergente. La vida también es para ustedes.”
Sus historias, juntas, abrazan a quienes hoy sienten que “no encajan”. Tal vez la escuela, el colegio o el mundo no les han dado todavía el espacio que necesitan. Pero existen otras maneras de aprender, de vivir, de crear, de ser.
Y lo que las historias de Adriana y Emmanuel recuerdan es sencillo y poderoso: no caber en la fila nunca significó estar equivocado.



