En trece años, siete defensores ambientales han sido asesinados en El Salvador, un país que no los reconoce sino que los acosa y criminaliza. Seis de estos casos son atribuidos a pandillas, lo que explica que estos ataques que sufren los ambientalistas queden registrados como delitos comunes o relacionados con pandilleros. Además, muchas personas que defienden el territorio o los recursos naturales han sido objeto de procesos judiciales tortuosos en su contra.
Esa noche de viernes una tormenta abatió a la comunidad indígena de San José La Majada, ubicada en el municipio de Juayúa, a 85 kilómetros de San Salvador. El padre Cecilio Pérez Cruz, como era costumbre, se sentó en su sillón, hizo sus oraciones y encomendó su alma al creador. La defensa por el ambiente lo puso en el ojo de los depredadores del cerro El Águila. Sabía que lo matarían, como en efecto ocurrió la noche del 17 de mayo de 2019. Tres sacerdotes y cuatro defensores ambientales dan fe de que el asesinato del presbítero “fue por proteger los bienes ambientales”, como lo afirma Juan Pablo López Beltrán, un defensor del cerro El Águila, quien ha sido perseguido, judicializado y criminalizado desde mayo de 2019 y aún lo era en mayo de 2022.
El asesinato del padre Cecilio silenció las voces de los defensores del cerro El Águila, disolvió al movimiento ambientalista de Juayúa, instaló el miedo y permitió que los depredadores siguieran talando este bosque nebuloso. Este es precisamente el hogar del águila negra crestada (Spizaetus tyrannus), una de las especies en peligro de extinción que habita en este cerro del municipio indígena de Juayúa, en el occidental departamento de Sonsonate. En la cosmovisión indígena, el águila representa un símbolo espiritual por su proximidad al sol. Según el documento de zonificación del Cerro El Águila, esta colina —cuya altura oscila entre los 1,620 y 2,020 metros sobre el nivel del mar— . Forma parte de la zona núcleo de la Reserva de la Biósfera Apaneca-Ilamatepec, una cordillera de casi 60 mil hectáreas que incluye áreas protegidas y bosques de café.
Una revisión de seis expedientes en distintas instancias judiciales, solicitudes de información al Ministerio de Agricultura y Ganadería, a la Fiscalía General de la República y a la Policía Nacional Civil, así como la consulta de los registros de seis organizaciones ambientales, revelan que en El Salvador hay un patrón de criminalización y persecución de las personas defensoras del ambiente.
Son muchos los casos que lo ilustran.
Uno de los casos, es el asesinato del padre Cecilio que, según fuentes presbíteras y de organizaciones sociales consultadas, ocurrió por denunciar la tala indiscriminada de árboles en el cerro El Águila. Ese mismo lugar está relacionado con la judicialización de Juan Pablo López Beltrán y Carlos —quien no usa su nombre porque sigue en el proceso penal— , defensores de Juayúa, procesados por delitos con los que se suele encarcelar a pandilleros en el país.
Está el de los defensores de Cabañas, reconocidos por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y cuyas muertes oficialmente quedaron registradas en El Salvador como vínculos con pandillas. O el de los nueve defensores del agua en Tacuba, en Ahuachapán, perseguidos por la alcaldía bajo cargos de usurpación de inmuebles y hurto de fluidos durante cinco años y cuyo proceso judicial sigue vigente.
O también el juicio por difamación en contra de Sonia Sánchez, quien defendía una zona boscosa de Santo Tomás, que fue sustituida por un proyecto urbanístico. La judicialización fue promovida por Grupo Roble, empresa de la familia Poma y de la que Sonia finalmente fue absuelta. Este 2022, en el contexto del Día Mundial del Agua el 22 de marzo, Sonia y su red enfrentaron el asesinato de Bernarda Elizabeth de León de Chávez, defensora de Santo Tomás que denunció abusos de un militar. El caso de Bety, como era conocida, es el ataque más reciente registrado en El Salvador; después que en 2021 se procesara a siete defensores del agua en La Labor, Ahuachapán.
Todos estos casos de violencia han ocurrido en medio de la falta de un marco legal que reconozca a las personas defensoras del ambiente. Sin un reconocimiento de la labor que realizan, el Estado salvadoreño ha criminalizado y judicializado a defensores, vivos y también muertos, usando como instrumento programas de seguridad pública como el Plan Control Territorial, que se permea legalmente en la figura delictiva “agrupaciones con pandillas” establecida en el artículo 345 del Código Penal, o la Ley Antiterrorista aprobada en 2006. Sobre esta última, organismos internacionales como Human Rights Watch y la Corte Interamericana de Derechos Humanos han advertido que son mecanismos legales para criminalizar desde el Estado a defensores de derechos humanos.
Criminalizados después de muertos
La criminalización de defensores muertos también ha sido evidente en el feminicidio de Dina Yaseni Puentes, defensora de la Red de Ambientalista Comunitarios de El Salvador (Racdes). El 9 de agosto de 2018, Dina fue asesinada en el interior de su casa ubicada en el caserío las Mesas de Jujutla, Ahuachapán. Pese a que había evidencia de su trabajo de educación ambiental y de denuncias sobre daños ambientales en su comunidad, su feminicidio fue procesado por “vínculos con pandillas”. Según la ecofeminista de Racdes, Adela Bonilla, la protectora ambientalista asesinada vivía en la zona de conflicto entre policías y pandilleros, su casa dividía al puesto policial y al territorio de pandilleros.
La criminalización ha ocurrido incluso después de que las personas murieron, como ocurrió con Marcelo Rivera, Dora Sorto, Ramiro Rivera y David Urías, asesinados en el departamento de Cabañas en 2009 y 2012. La Fiscalía General de la República (FGR) cerró las investigaciones atribuyendo como motivos sus supuestos -aunque no probados- “vínculos con pandillas” o unas supuestas “rencillas familiares”, que -según las autoridades- llevaron a personas cercanas a contratar a sicarios de las pandillas. Con esas líneas de investigación, el Estado ignoró la defensa ambiental en torno a cada asesinato.
Su resistencia por proteger el agua de la amenaza minera empezó en 2002 con la llegada de la empresa canadiense Pacific Rim, ahora llamada OceanaGold, que inició actividades de exploración de oro y plata en la mina El Dorado, en Cabañas.
Varios abogados sienten que este ha sido un proceder común en muchos casos en el país. “Es un hilo conductor histórico de nuestro país, que viene de las instituciones encargadas de investigar, encubrir y proteger a los autores intelectuales o financieros de grupos de sicarios”, dice el abogado Héctor Berrios, quien fue parte del movimiento en contra de la minería en Cabañas, que se formó desde 2004. Ahí conoció a Marcelo y Ramiro Rivera, dos de los tres defensores asesinados en 2009. Durante los procesos judiciales previos y posteriores a los asesinatos, Héctor sufrió amenazas y ataques.
El defensor de derechos humanos y abogado, David Morales, estuvo al frente de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH) cuando ocurrieron los asesinatos de los defensores antiminería. Él considera que los casos de Cabañas son solo un ejemplo de muchos otros asesinatos de ambientalistas en El Salvador, en donde las hipótesis de investigación de las autoridades responsabilizan a las víctimas como si se tratara de un problema personal. Esto ocasiona que nunca se investiguen a los autores intelectuales. En este caso era evidente “el desequilibrio de la negligencia de investigar crímenes graves como ejecuciones extralegales contra ambientalistas en Cabañas. Se dio paso a tesis, hipótesis de investigación, relacionadas a problemas personales, perfil personal de la víctima, con estigma, en el caso de Marcelo”, recuerda Morales.
Doce años después del asesinato de Marcelo Rivera, ícono de los defensores de Cabañas, El Salvador avanzó en la creación de una vasta legislación ambiental, pero el Estado sigue sin reconocer ni proteger a los defensores en una ley. El marco legal que podía reconocerles de manera oficial era el artículo 9 del Acuerdo de Escazú, promovido por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) de Naciones Unidas, firmado inicialmente por 24 países y ratificado ya por 12, pero que el presidente salvadoreño Nayib Bukele rechazó firmar para priorizar la construcción de viviendas.
El artículo 9 del acuerdo, el primero regional de su tipo en el mundo, establece tres elementos fundamentales que deben asumir los países partes. Además de asegurar el acceso a información sobre proyectos y facilitar la participación, deben “reconocer, proteger y promover todos los derechos de los defensores de derechos humanos en asuntos ambientales”, describe el Acuerdo. El jefe de la Secretaría Técnica del Acuerdo de Escazú de la Cepal, Carlos de Miguel, añade que el pacto exige que “haya medidas de respuestas, es decir, que cuando haya personas asesinadas, haya las investigaciones correspondientes, las sanciones y se sigan los procedimientos que existen en todos los países de la región cuando hay actos criminales”.
El problema es mucho mayor a juicio del coordinador del Equipo Impulsor de Escazú en El Salvador, César Artiga, quien apunta que la “desidia estatal” sobre el tema ha llevado a señalar que “toda persona que tiene una posición crítica al modelo de desarrollo es considerada opositora o enemiga del gobierno”.
Procesos judiciales largos y tortuosos
En ese contexto de desprotección, persecución, criminalización y judicialización es que cientos de personas defensoras del ambiente en El Salvador realizan acciones para proteger principalmente el agua, denunciar la tala y urbanización de zonas de recarga hídrica, señalar la sequía y contaminación de fuentes de abastecimiento, y mantener el control de las juntas de agua que autogestionan el servicio desde las comunidades. Esas acciones son las que han llevado a que la criminalización estatal intente frenarles.
Ningún caso puede verse de manera aislada en El Salvador, donde se inician procesos judiciales, largos y tortuosos, para quienes defienden el territorio o el derecho a acceder a los recursos naturales.
Tacuba, en Ahuachapán, es otro ejemplo. Ahí, un municipio situado al occidente del país, a tan solo 33 kilómetros de Juayúa, nueve defensores han sido procesados desde 2016, luego de una demanda que les interpuso la misma alcaldía por un sistema de agua comunitario que data de 1995, y cuya administración recae en la Asociación de Desarrollo Comunal Bendición de Dios (Adescobd).
En esta comunidad se han denunciado conflictos por el agua y por el deficiente servicio que reciben. El proyecto comunitario de gestión del agua conocido como “Las siete comunidades de Tacuba” nació para beneficiar a las 940 familias de ese entonces, explica David Aguirre, defensor y uno de los que trabajó en la construcción del sistema. En 2005, el interés de la alcaldía municipal por tomar el control del agua fue evidente. “Con la idea de que entregara el sistema de agua, el alcalde no legalizó la junta directiva”, relata. El alcalde de Tacuba de esa época, Joel Ernesto Ramírez Acosta, detenido recientemente por homicidio, demandó a los defensores por el interés de la comuna de intervenir y apropiarse del sistema de agua comunitario.
Sobre este conflicto estuvieron al tanto la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, la Sala de lo Contencioso y la Sala de lo Penal de la Corte Suprema de Justicia que resolvió en favor de los líderes de Tacuba, luego de que el 25 de agosto de 2009, en el Diario Oficial, se publicara que la administración pasaría a la municipalidad. Desde entonces, los defensores siguen con protestas, en medio de “constantes amenazas, hostigamientos y agresiones”, como confirmó la PDDH en un informe en el que documentó el caso.
El 22 de julio de 2016, a la medianoche, seis de los nueve defensores fueron detenidos. A David Elías Aguirre, Tomás Humberto Zúniga González, Marco Antonio García Jiménez, Wilfredo Aguilar Rivera, Manuel Bertín Reyes y Celedonio Santos los sacaron de sus casas, algunos en ropa interior, y los subieron a una patrulla. Estaban confiados, nunca se imaginaron que irían por ellos. Tenían medidas cautelares, emitidas por el entonces procurador David Morales, pero no fueron respetadas. “A la misma hora nos llegaron a capturar a todos”, recuerda David Aguirre, defensor de 69 años, y uno de los que estuvo detrás del proyecto comunitario de agua desde sus inicios.
En una resolución emitida en diciembre de 2017, tomando en cuenta los expedientes AH-0005-2005 y AH-0062-2008 sobre el caso Tacuba, la PDDH determinó que en la detención los defensores “fueron tratados como criminales de alta peligrosidad”, omitiendo por completo su labor por la defensa del agua. “Nosotros estamos reconocidos como defensores del derecho humano al agua”, reitera Aguirre e insiste que tal reconocimiento ha existido, al menos, para la PDDH de David Morales y por la gente de su comunidad.
Solo tuvieron su primera audiencia hasta el 27 de julio de 2016, tras seis días en la bartolina de Atiquizaya, Ahuachapán. Quedaron libres, pero acusados de hurto agravado, hurto de energía o fluidos y usurpación de inmuebles. De los tres delitos, el primero sigue abierto y pendiente de juicio.
Para agilizar su proceso legal, los defensores de Tacuba cabildean un acuerdo con el alcalde recién electo del partido oficialista Nuevas Ideas, Carlos Milla. Este equipo periodístico buscó a través de correo electrónico y llamadas telefónicas a la alcaldía de Tacuba, para conocer si mantendrá la demanda por usurpación aún vigente en contra del grupo. El alcalde no respondió.
Los defensores de Tacuba son ancianos, uno que otro roza los 80 años. El conflicto con la comuna les ha complicado la vida: no pueden aplicar a trabajos porque cargan con un antecedente legal para ser contratados en algún lugar, y ni hablar de los problemas de salud que esto les ha generado. “Estamos todos enfermos, a mí me dio un derrame cerebral”, relata David.
Cuando la justicia condena a los defensores
Antes de que las denuncias públicas por la tala del cerro El Águila llegaran a su punto máximo, en febrero de 2019, en sus homilías el padre Cecilio hablaba del tema ambiental y de los abusos de poder. Como buen seguidor del santo salvadoreño, Monseñor Óscar Romero, había creado las organizaciones de base de San José La Majada, con quienes también abordaba la problemática.
“Actuó antes, actuó aisladamente, no estableció contacto con nosotros (movimiento ambiental), y tiene lógica porque ahí en La Majada están los dos puntos de acopio de estos madereros del cerro El Águila”, explica un defensor ambiental colaborador de la Unidad Ecológica Salvadoreña (UNES), quien por motivos de seguridad pide ser identificado como Carlos Deras.
Los depredadores del cerro El Águila son diversos: van desde pandilleros que extraen madera de ciprés ilegalmente, dueños de fincas que no cumplen con las guías que el Ministerio de Agricultura otorga para el aprovechamiento de la madera y mafias que han cooptado a la Policía, según denuncian habitantes y defensores ambientales de Juayúa que prefieren el anonimato por temor a represalias.
El padre Cecilio fue una de las pocas voces que rompió con el silencio que genera el miedo a los saqueadores ambientales. Este equipo periodístico analizó seis audios de las homilías del presbítero, que confirman que el sacerdote denunciaba las injusticias de, en sus palabras, “aquellos hombres que tienen el poder en sus manos y no aprenden a ser justos”. En las misas hablaba de los abusos de empresas y empresarios como un “espíritu inmundo que se ha vuelto dueño de las alcaldías”. “Saquemos los espíritus inmundos que se han apoderado”, decía el sacerdote frente a una feligresía que repetía con fervor sus palabras. “No podremos cambiar si aquellos hombres que tienen el poder en sus manos no aprenden a ser justos”, repetía constantemente el padre Cecilio.
Mientras el sacerdote sostenía estas críticas en público, en la Iglesia Católica no hay un protocolo de protección para sacerdotes perseguidos, asegura el presbítero Antonio Rodríguez, conocido como padre Toño. “Muchos sacerdotes viven lidiando solos con problemas que tienen en los territorios. Entonces, tienes dos caminos: denunciar y atenerte a las consecuencias como Monseñor Romero, como Cecilio, o callarte y ser parte del problema”, dice.
El padre Toño ha sido el único en denunciar y mantener con el tiempo que el asesinato del clérigo Cecilio fue por defender el ambiente. Cuenta que en febrero de 2019, en medio del boom de las denuncias por las talas del cerro El Águila y tres meses antes del asesinato, caminando por un centro comercial de San Salvador, conoció al padre Cecilio. Esa mañana tomaron un café y tuvieron una plática de dos horas. “Hablamos de las juntas de agua, de las mafias que hay en el control de las fuentes del agua. Hablamos del agua y de los árboles casi todo el tiempo”, recuerda tres años después.
Aunque Cecilio no mencionó nombres, le dijo que se sentía “vulnerable” y con “miedo”. “Yo sentí que en ese momento estaba en el peor momento de su vida, en el tema de las amenazas, de las presiones, porque sí lo sentí con muchas ganas de hablar”, cuenta el padre Toño.
Para él, la frase de despedida marcó esa plática. “Me van a matar”, fueron las últimas palabras que el padre Cecilio le dijo en esa mañana de febrero.
Tras el asesinato de Cecilio el 17 de mayo, el padre Toño fue el único en sostener públicamente que la mafia de la madera de Juayúa fue la que mató al padre Cecilio.
Bajo anonimato por el mismo temor que campa en la zona, un sacerdote de Sonsonate que conoció al padre Cecilio lo describe como una persona enérgica, tajante y enfática en la denuncia ambiental durante las misas. También, reconoce las fallas. “No podemos hacer luchas esporádicas solos; no han sido luchas articuladas y nos enfrentamos a un monstruo que mata, que tiene todos los recursos”, dice. Este sacerdote también critica el “silencio eclesial” con el que se ha manejado el asesinato de Cecilio.
Para esta investigación se solicitaron entrevistas desde abril de 2021 con el Arzobispo de San Salvador, Monseñor José Luis Escobar Alas, y con el obispo de la Diócesis de Sonsonate, Monseñor Constantino Barrera Morales. Las asistentes de ambos afirmaron que se comunicarían con este equipo, pero hasta el cierre de esta investigación, no lo hicieron.
La única persona de la Iglesia Católica que brindó información fue Claudia Soriano, abogada de Tutela de Derechos Humanos del Arzobispado de San Salvador. Ella explica que en un inicio se consideró que Tutela Legal y el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (Idhuca) harían la defensa del caso del padre Cecilio pero que, para que no se “entorpeciera” o “viciara el proceso”. “la Iglesia optó por dejar que quien ejerciera las acciones pertinentes fueran las instituciones del Estado, en este caso, la Fiscalía”.
Los asesinos del padre Cecilio dejaron sobre el cadáver un mensaje escrito. “No pagó la renta”, decía. Fue por eso que la primera hipótesis que se manejó en los medios de comunicación sobre el magnicidio fue un crimen de pandillas. Sin embargo, esa hipótesis fue descartada por la Iglesia y por el director de la Policía Nacional Civil en ese momento, Howard Cotto. “Sin ser concluyente, aparentemente este hecho no tiene que ver con acciones de los grupos criminales de pandillas, sino que obedece a otras circunstancias, no puedo dar más información”, expuso a los medios de comunicación el exdirector policial.
En este momento, la Cámara de la Segunda Sección de Occidente analiza la apelación al fallo que condenó a 25 años de cárcel al sacristán Abraham Heriberto Mestizo Pérez, acusado de matar al padre Cecilio. Aunque el expediente tiene reserva, en una de las audiencias Mestizo reclamó que: “Solo porque soy el sacristán piensan que yo soy (el asesino)”. Por su parte, la Fiscalía calificó la condena como un logro de “efectividad en la persecución del delito”, aunque no estableció el móvil del crimen y basó el caso en pruebas de pólvora en ropa y grafotécnica que incriminan al sacristán.
Ante esto, el defensor ambiental Deras y el padre Toño creen que el sacristán fue utilizado para cometer el crimen, ya que además de tener el control de las llaves en la casa parroquial, Mestizo Pérez es hijo de una líder indígena que conocía los pasos de los ambientalistas en Juayúa.
“Seguí las investigaciones, me di cuenta de la captura del sacristán, compré los medios de comunicación, vi cómo había sido abierta la puerta, cómo lo habían matado, cómo lo habían dejado. Entonces, pude corroborar una vez más que me parece que fue un niño al que utilizaron y le pagaron para hacer esto. Me parece que pagaron poco con una persona bastante vulnerable y me imagino que el mismo muchacho que lo mató, también fue amenazado. Estaba amenazado, me imagino que al sacristán lo amenazaron: o lo haces o te matamos a ti”, concluye el padre Toño.
En todo caso, más allá de la determinación final de la justicia sobre si el sacristán fue el autor material, no hay ninguna indicación de las autoridades sobre el autor intelectual que lo orquestó.
Bajo anonimato, otros defensores locales también aseguran que el padre Cecilio participó activamente en marchas de la Iglesia Católica en contra de las talas de otros bosques. Juan Pablo López Beltrán, el defensor judicializado de Juayúa, recuerda haber subido al cerro El Águila con el sacerdote.
El 23 de abril de 2021, a casi dos años del asesinato del padre Cecilio, Juan López vuelve a subir el cerro El Águila, en Juayúa. Este municipio de Sonsonate es uno de los diez lugares con altos índices de violencia en El Salvador, por lo que la embajada de Estados Unidos recomienda no visitarlo. Tras dos años de ser perseguido, criminalizado y judicializado, con un grillete electrónico en su pie izquierdo, Juan camina sobre la alfombra de aserrín fresco que dejaron los taladores de los árboles derrumbados, a la entrada del cantón El Portezuelo. Varios fueron alguna vez cipreses. “Ahora ya no se esconden, lo hacen a la vista de todos”, lamenta el defensor.
Juan recoge del suelo un poco de calaguala (Polypodium sp) una especie de helecho que se distribuye por Centro y Sur América y que el defensor describe como medicinal. Tiradas en el suelo junto a los cipreses también están decenas de bromelias (Tillandsia yunckeri). El biólogo salvadoreño, Néstor Herrera, identifica a la bromelia, una planta que comúnmente se conoce como ‘gallito’ y que, según el listado oficial de especies en amenaza y peligro de extinción de El Salvador, está en estado “amenazado”.
De cerca se escucha el sonido de motosierras. Juan, sin miedo o con él, sigue recorriendo el área afectada. El defensor ambiental lleva más de seis años denunciando la tala en la zona de montañas y ríos denominada como Reserva de Biósfera Apaneca-Ilamatepec. En 2015, como guía turístico de la Unión Ecológica de Turismo Rural (Uecotours), Juan se dio cuenta de que “las siete cascadas”, nombre del tour que ofrecen, disminuyeron su caudal y con un grupo de diez defensores de distintos puntos de Juayúa crearon ProNatura, un colectivo ambientalista para vigilar el cerro.
Entre 2018 y 2019, Juan y otros miembros de ProNatura hacían recorridos por el cerro y paraban camiones con madera. También fueron los rostros visibles de las denuncias por las talas de los cerros El Olimpo, Joya Helada y El Águila, todos en esa zona.
Después del homicidio del padre Cecilio, dos defensores del cerro El Águila denunciaron a ProNatura y a la Unidad Ecológica Salvadoreña (UNES) la “persecución policial”, pero dicen que nadie les hizo caso. El defensor anónimo de la UNES confirma la denuncia, así como Víctor Rodríguez, defensor de derechos humanos del colectivo Los Siempre Sospechosos, quien acompañó a ProNatura desde su creación.
Rodríguez recuerda que el grupo había logrado articular y amplificar la denuncia ambiental, pero, en sus palabras, “de repente, empezaron a decirnos que estaban siendo perseguidos por la Policía”. Cuenta que en varias ocasiones Juan le dijo, ‘mirá, nos está persiguiendo la Policía’ y ‘nos andan persiguiendo’. “Creo que no se le dio la relevancia en su momento de lo que estaba pasando, para poder evitar todo este proceso que tuvieron que pasar”, lamenta.
El 29 de octubre de 2019, Juan López y Carlos, otro defensor que también guarda su verdadero nombre por seguir en el proceso penal, fueron capturados en una redada bajo los cargos de “organizaciones terroristas” y “limitación a la libertad de circulación”, dos delitos con los que se procesan a pandilleros en el país. “Aquí en El Salvador esto sucede: usted se vuelve ambientalista, protector del medio ambiente, y usted ya es un criminal”, reclama Juan.
Para Carlos, ellos fueron víctimas de un récord de capturas que la Policía Nacional Civil cumple. “Era por el bono, para que ellos digan que hacen una buena labor, un buen trabajo, pero han metido a personas inocentes”, dice. En la redada también capturaron a cinco colaboradores de Uecotours: Edenilson Eduardo Cruz Hidalgo, de 27 años; Francisco Javier Santos García, de 23 años; Mario Edgar Arauz Ortiz, de 62 años; Rafael Alfredo Santos, de 52 años; y Jaime Arístides Escobar, de 32 años.
El proceso penal lleva casi dos años en contra de los guías turísticos y defensores del cerro El Águila en el Juzgado Especializado de Instrucción de Santa Ana. En 2020, dos de los cinco guías murieron en la cárcel esperando la audiencia preliminar: Rafael Alfredo Santos, directivo de Uecotours, y Jaime Arístides Escobar, que se encargaba de limpiar los ríos y reciclar dentro de la misma organización de turismo comunitario, según explica Juan.
Para pagar un abogado y la fianza, Juan vendió su casa, el único bien material que tenía. Carlos logró pagar gracias a un pequeño negocio familiar. Ambos defensores salieron de las bartolinas con un grillete electrónico que limita su circulación.
Luis Bernardino, defensor ambiental de Juayúa y parte de ProNatura, confirma la defensa ambiental de Juan y Carlos en los cerros Joya Helada, El Olimpo y El Águila, pero limita sus opiniones sobre los dos defensores judicializados, para no afectar el proceso penal. Señala la falta de apoyo de la Unidad Ecológica Salvadoreña y otras organizaciones civiles, y piensa que han visto el tema con miedo y poca solidaridad. “No hemos tenido la valentía como grupo ambientalista de sentarnos con ellos y conocerlos más a fondo”, explica.
La UNES reconoce a Juan y Carlos como líderes de Juayúa, pero desconocía sus contextos personales y trayectoria en la defensa ambiental. Por eso decidieron esperar a ver “cómo funciona la institucionalidad, considerando que estas personas estaban en libertad”, explica Luis González, director de incidencia de la ong que trabaja en el territorio del Juayúa.
Pero a Juan y Carlos no solo los abandonó el movimiento ambientalista. También la comunidad los estigmatizó y el Estado los condenó. En la audiencia preliminar del 29 de abril de 2021, Manuel Lorca, el abogado que Juan contrató para su defensa, no llegó. Para no alargar el proceso judicial, el ambientalista le pidió a otro abogado que lo representara. Su condición fue simple pero condenatoria: la mayoría de abogados defensores proponían negociar un proceso abreviado con la Fiscalía. “Si aceptas eso, te represento”, le dijo el nuevo abogado. Juan accedió. El proceso abreviado implica una reducción de la pena, a cambio de que el imputado reconozca el delito. Juan aceptó ese proceso. En cambio, Carlos no aceptó el trato y fue enviado ocho años a prisión en diciembre de 2021.
Para admitir el proceso abreviado durante la audiencia el juez especializado de instrucción, Tomás López Salinas, cambió el delito de “organizaciones terroristas” a “agrupaciones ilícitas” que permite “el beneficio”. Esa mañana, frente al juzgado, Juan no se guardaba la felicidad de haber cerrado lo que para él ha significado un martirio. Se lo ganó por “andar de ambientalista”, dice. Pese a todo el litigio que inició en octubre de 2019 con una redada en el caserío La Unión, de Juayúa, Juan mantiene intactas las ganas de seguir. “Como ambientalistas vamos a ir más fuerte, porque están talando todavía. Le digo a Bukele que su Plan Control Territorial es una farsa”, dice.
Pasaron 15 días para que Juan se liberara del grillete. Ahora ya no camina con ese sensor que informaba a las autoridades dónde estaba y que le obligaba a mantenerse en comunicación con las autoridades penitenciarias. Y aunque está contento porque su pena será realizar 3,000 horas sociales en trabajos ambientales, el defensor todavía está sufriendo las consecuencias de la criminalización y judicialización, ya que vendió su casa para pagar el abogado que lo abandonó en medio del proceso. Ahora el defensor y su esposa, ambos de la tercera edad, viven desplazados y en situación de calle.
Para Juan ha sido imposible continuar defendiendo el bosque con la llegada del régimen de excepción ordenado por el Ejecutivo, y que ha sido prorrogado por el Legislativo tres veces más, superando a finales de junio de 2022 los tres meses. En ese tiempo la Policía Nacional Civil y el Ejército han realizado detenciones arbitrarias y mantenido bajo ataque comunidades pobres de Juayúa. Juan ha sido atacado físicamente en dos ocasiones por policías y militares, por eso prefiere estar en casa mientras pasa el régimen.
El caso de Juan y Carlos demuestra la importancia de reconocer a defensores de derechos humanos “bajo una ley, un protocolo o un estándar», explica el abogado penalista especializado en derechos humanos, Dennis Muñoz.
“De lo contrario, ¿qué les va a quedar a los defensores de una colectividad en este país?”, se pregunta. “Los van a criminalizar y nunca se va a ver que esas atribuciones son los réditos que obtienen en virtud de la defensa de los derechos humanos de los demás”.
Por su parte, el defensor de derechos humanos Víctor Rodríguez insiste en la inocencia de ambos defensores del cerro El Águila y argumenta que la situación de las personas privadas de la libertad es incierta con el actual gobierno. Por eso, no juzga la decisión de Juan de recurrir a lo que ve como “lo menos peor”, de aceptar la culpabilidad para evitar la cárcel. “Hoy (29 de abril) se cumplen 443 días de que los familiares de los privados de libertad no saben nada de las personas que están detenidas. Dos personas de las que estaban en este proceso (con Juan y Carlos) murieron en la cárcel y no saben por qué fue, no les dieron detalles”, dice.
Para el exdirector del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas UCA (Idhuca), Manuel Escalante, esto es una alerta, como explicó a este equipo en una entrevista el 18 de marzo de 2021, antes de morir por la pandemia de Covid-19. “¿Por qué es peligroso o preocupante esto?”, cuestionó Escalante sobre la lógica de que el Estado, en lugar de darle la razón a unos y a otros, “debería de buscar la manera de equilibrar esas relaciones, pero teniendo como fundamento la protección del medio ambiente como estrategia de proteger la colectividad”. En ese sentido, argumentó, si el Estado se presta a la criminalización de personas defensoras, está incumpliendo su finalidad de proteger el entorno y la colectividad. “El Estado, en lugar de atacar a quienes protegen la colectividad y protegen el entorno, debería de protegerlos”, añadió.
El caso de la tala del cerro El Águila es uno complejo que ha sido visto en tres instancias judiciales de diversa índole. Este equipo periodístico revisó los expedientes en el Juzgado Ambiental de Santa Ana, que vio el daño ambiental y las responsabilidades de los dueños de las fincas taladas; en la Cámara Ambiental de San Salvador, que procesó al Estado salvadoreño y a los exministros de Medio Ambiente y Agricultura por “omisión en sus funciones”; y en el Juzgado Especializado de Instrucción de Santa Ana en donde se llevó el caso de los dos defensores del cerro que fueron judicializados con delitos penales.
A la Cámara Ambiental, el caso llegó a través de una denuncia hecha por la firma de abogados ambientales Aeproterra en contra del Estado salvadoreño, en cabeza de la Fiscalía, la exministra de Medio Ambiente, Lina Pohl, y el exministro de Agricultura, Orestes Ortez.Todos fueron procesados por omisión en sus funciones. “Lo que ellos han hecho durante su estadía en los ministerios es dejar hacer, dejar pasar, dejar que cualquier persona que quiera construir o deforestar en sus terrenos lo haga y esto trae un gran daño a la sociedad en general porque estamos dejando de percibir el bienestar que nos dan estos árboles”, explica Gerardo Landaverde, uno de los abogados de Aeproterra.
Después de realizar dos veces el juicio de responsabilidad civil, la Cámara Ambiental condenó el 15 de abril de 2021 al exministro de Agricultura por “omisión de sus deberes legales de control de la actividad forestal en plantaciones forestales privadas”. También condenó al Estado Salvadoreño “como garante subsidiario”. Es decir, el Estado asumirá la responsabilidad del funcionario condenado si éste no responde por los daños ambientales, agrega Landaverde.
La exmagistrada de la Cámara Ambiental, Cesia Romero, dio su voto en contra de ese fallo al considerar que el Estado “no puede cargar con la responsabilidad que le corresponde a otro que se aprovechó de la actividad, que se aprovechó del daño que causó otro y que el Estado termine asumiendo esos costos con dinero público”.
Ese fallo absolvió de la tala a la exministra de Ambiente Lina Pohl, quien ahora tiene una orden de captura por parte de la Fiscalía por el presunto lavado de 177 mil dólares durante el gobierno del expresidente Salvador Sánchez Cerén. El exmagistrado propietario, Samuel Lizama, explica que uno de los argumentos para absolver a Pohl fue que “no es posible condenar a un funcionario sobre la base de un deber genérico”, como el que establece el artículo 117 de la Constitución de que “es deber del Estado proteger los recursos naturales”.
Sin embargo, el 22 de diciembre pasado, la Sala de lo Civil condenó a la exministra Pohl por “omisión de sus funciones” en la protección del cerro El Águila. Y confirmó la condena de Ortez y del Estado salvadoreño.
La criminalización desde la Fiscalía
El Estado salvadoreño no solo ha fallado en la protección de la naturaleza, como en el cerro El Águila, sino que también ha funcionado como un aparato de criminalización que incluye la persecución policial en territorio y el acoso judicial por la vía legal: Algo que beneficia a depredadores ambientales.
En junio de 2009 ese rol del Estado quedó en evidencia tras la desaparición y asesinato de Marcelo Rivera, un profesor de 37 años que dirigía la Casa de la Cultura de San Isidro y quien fundó la Asociación de Amigos de San Isidro Cabañas (Asic). Desde esas instancias, Marcelo habló con claridad sobre los costos ambientales que traería para la población la explotación de oro y plata que pretendía la empresa canadiense Pacific Rim, ahora OceanaGold.
En Cabañas, la minera se había arraigado a través de acercamientos con autoridades gubernamentales, alcaldes, líderes comunitarios, maestros y la misma comunidad que habían dividido. Diversos defensores afirman que hubo grupos en favor y en contra, por “conflictos, división, represalias y enjuiciamientos”, recuerda Vidalina Morales, defensora ambiental que forma parte de la Asociación de Desarrollo Económico y Social de Santa Marta (Ades). Tres líderes de la comunidad y un periodista entrevistadas para esta investigación identificaron un evento previo a la desaparición de Marcelo: días antes, en una reunión personal cuya fecha no recuerdan, cuentan que la empresa minera mostró las fotos de los líderes ambientales y los señaló como los que se oponían al desarrollo de Cabañas.
El 30 de junio de 2009, el cuerpo de Marcelo fue encontrado por los mismos pobladores en Agua Zarca, un cantón de Ilobasco, a 18 kilómetros de San Isidro. La autopsia reveló que Marcelo murió de asfixia por estrangulamiento.
La Fiscalía resaltó el cierre de la investigación por la muerte de Marcelo como un “logro institucional” en su memoria de labores 2010-2011, tras determinar que el ambientalista “tenía un vínculo de amistad y amoroso con un pandillero de la Mara Salvatrucha, que lo llevó a su muerte”. Las investigaciones fueron lideradas por Rodolfo Delgado, exjefe de la Unidad Especializada de Delitos de Extorsión y Crimen Organizado de la Fiscalía y actual fiscal general impuesto por la Asamblea Legislativa, dominada por el partido del presidente Bukele, Nuevas Ideas. Sin embargo, los asesinatos no fueron investigados como delitos de crimen organizado u otro delito complejo, es decir que integre varios hechos delictivos y cuyas penas son aún más graves. Tampoco hubo explicaciones detalladas sobre el motivo del crimen.
Diversos grupos ambientalistas cuestionaron la actuación que desempeñó el ahora fiscal general Delgado, al reducir las muertes de los cuatro ambientalistas de Cabañas a crímenes de pandillas. Aunque hubo detenciones y seis personas procesadas por el crimen de Marcelo, la Mesa Nacional Frente a la Minería Metálica (MNFM) —creada en el 2005 para aglutinar a diferentes movimientos ambientalistas— repitió una y otra vez la exigencia de investigar a los autores intelectuales, incluyendo si hubo algún involucramiento de personas vinculadas a la minera. No ocurrió.
Las autoridades fiscales no investigaron ni tuvieron la voluntad de hacerlo, critica el abogado Héctor Berríos. “Al contrario, se tergiversó al dar unas declaraciones contrarias a las que decía Medicina Legal y eso puede dar un panorama para lo que se puede esperar ahora”, dice.
Uno de los patrones usados para invisibilizar la defensa ambiental es el desprestigio. En el caso de Marcelo se dijo “fueron pandilleros”, que fue “por su orientación sexual”. “Nunca aceptaron que la muerte de Marcelo tenía que ver con la lucha del derecho al agua y contra la minería metálica”, sostiene María Silvia Guillén, presidenta de la Fundación de Estudios para la Aplicación del Derecho (Fespad). En este caso tampoco se investigó a las autoridades del Estado salvadoreño como la Policía, Fiscalía o alcaldías, cuestiona Guillén.
La lucha de Vidalina y de la comunidad no desistió con el asesinato de Marcelo. Al contrario, se redobló el activismo. Pero volvió a sufrir un nuevo golpe: el asesinato de Ramiro Rivera, otro integrante del Comité Ambiental de Cabañas. El 20 de diciembre de 2009, fue atacado a balazos mientras conducía su vehículo en Ilobasco. Tenía medidas cautelares que lo mantenían con seguridad policial. De nada sirvieron. Seis días más tarde, Dora Sorto, de 32 años, defensora y educadora ambiental, madre, y embarazada de ocho meses, también fue atacada a balazos. Falleció. Su crimen, como el de Ramiro, tampoco fue investigado.
En junio de 2012, fue asesinado David Alexander Urías, un estudiante de ingeniería industrial, y que participaba en el activismo ambiental junto a su madre Lidia Urías, una de las primeras personas en denunciar los impactos negativos de la minería en Guacotecti, Cabañas. Lidia esperó justicia para el asesinato de su hijo por un año y medio, pero tuvo que salir desplazada por las amenazas que recibía. Con el tiempo volvió al país para continuar con la defensa ambiental, aunque el asesinato de su hijo David quedó impune. Una vez más, las autoridades lo relacionaron como un crimen de pandillas.
“La situación es muy complicada para cuidar al medio ambiente”, explica Yanira Cortez, exprocuradora adjunta de medio ambiente de la PDDH, quien estuvo a cargo de casos como la contaminación por plomo en la antigua fábrica de Baterías Record y los casos de defensores de Cabañas y Tacuba. En El Salvador, asegura, han existido “casos que no son muy públicos, de gente que está con protección en otros países por haber defendido los bienes naturales”.
Los asesinatos ocurridos en Cabañas son de los pocos que han trascendido a nivel internacional. Su caso quedó registrado en el segundo informe sobre la situación de defensoras y defensores de derechos humanos en las Américas, que elaboró la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en 2011. En este documento, la CIDH reconoció todo aquello que el Estado de El Salvador no ha hecho, incluyendo el registro de los cuatro asesinatos como ocurridos por haberse opuesto al desarrollo de la industria minera en El Salvador.
Cuando ocurrieron los crímenes de los defensores de Cabañas, el abogado David Morales estaba al frente de la PDDH. Él recuerda que la Fiscalía estigmatizó y descartó, en sus palabras, “la posibilidad de una violencia extralegal ocasionada o motivada desde empresas poderosas”. Por eso, sostiene que “el sistema de justicia muy fácilmente se puede convertir en un aparataje de encubrimiento para favorecer la impunidad”. Lamenta la actuación de todo un sistema, en donde el papel de la Fiscalía y la Policía es arbitrario al perseguir a quienes denuncian.
Este equipo periodístico solicitó desde mayo de 2021 entrevistas a la Fiscalía General de la República y de la Policía Nacional Civil para conocer el manejo que han dado a los casos de los defensores que aparecen en esta investigación. Al cierre de esta edición, ninguna de las dos instituciones había respondido.
Solicitamos también a la Unidad de Acceso de la Fiscalía también la resolución final de las investigaciones fiscales por los asesinatos -con nombre y fecha del crimen- tanto de los defensores de Cabañas, Marcelo Rivera, Ramiro Rivera, Dora Sorto, David Urías; como de la defensora de Jujutla, Dina Puentes; y del padre Cecilio Pérez. En la solicitud pedimos detallar el móvil de los asesinatos, los nombres de las personas detenidas por cada caso y las sentencias condenatorias. La Unidad, a través de la resolución con referencia 302-UAIP-FGR-2021, respondió a este equipo que dar información estaba “fuera del alcance” jurisdiccional.
Sonia y su lucha por el agua
En Santo Tomás, un municipio rico en agua ubicado al sur de San Salvador, Sonia Sánchez se para frente a uno de los portones de Sierra Verde. Un proyecto urbanístico bautizado en un inicio como Brisas de Santo Tomás y construido en 2015 por el Grupo Roble, que forma parte del conglomerado empresarial de la familia Poma. Sánchez, de 41 años, es madre, y de las fundadoras del Movimiento de Mujeres de Santo Tomás. En 2016, ella fue llevada a juicio por su lucha ambiental.
Se toma unas fotografías en el lugar donde protestó por primera vez el 16 de abril de 2015, cuando el grupo de mujeres se enteró que la empresa inmobiliaria tenía luz verde para talar árboles y construir viviendas. Sonia se organizó con otras mujeres para frenar la obra. Se plantaron frente al portón y protestaron contra la construcción no solo por la tala de casi 1,200 árboles que formaban un bosque de café, sino porque eran conscientes de que este complejo urbanístico que comenzó con 416 viviendas podría dejar sin agua en un corto plazo a las familias de Santo Tomás por tratarse de una zona de recarga hídrica, de acuerdo con estudios previos hechos por el mismo Ministerio de Medio Ambiente y Recursos Naturales.
En 2020, la pandemia Covid-19 desnudó la crisis hídrica del populoso Santo Tomás, donde al menos 1,500 familias no tenían agua ni para lavarse las manos, medida sanitaria para evitar la propagación del coronavirus.
Desde 2015, Sonia denunció ante los medios el proyecto y sostuvo que Grupo Roble no contaba con los permisos de construcción de la obra. «Fueron otorgados en el 2009, con vigencia de un año para iniciar el proyecto, y lo han iniciado en el 2015. Entonces tiene ya bastante tiempo de no estar vigente este permiso», decía. Esas declaraciones fueron la razón para que la empresa la acusara por los delitos de coacción, difamación y calumnia y que la justicia la procesara y sometiera a juicio. Aquella declaración en medios fue incorporada en uno de sus dos expedientes judiciales, procesos que llevó en el Tribunal Primero de Sentencia y el otro en el Tercero de Sentencia del Centro Isidro Menéndez de San Salvador. Sonia fue absuelta de los tres delitos en septiembre de 2016.
Ya en la casa de la organización que sigue liderando, sentada y con calma, habla con toda libertad sobre los casos que enfrentó. Para ella, los procesos nunca fueron contra Sonia Sánchez, sino contra el movimiento ambiental. “Eran (las demandas) contra los que defendemos el territorio”, dice, advirtiendo que de ser ella condenada, podrían presentar demandas contra otras personas.
El argumento de Sonia sobre el permiso ambiental vencido fue retomado por el juez José María Zepeda Grande, del Tribunal Primero de Sentencia, cuando sentenció el 16 de septiembre de 2016 que “estas expresiones no constituyen un hecho delictivo”. En la resolución 214-2-15, el juez Zepeda Grande, mismo que estuvo a cargo con los exmagistrados de la Cámara Ambiental del juicio del cerro El Águila, dejó por escrito que el documento extendido en 2009 por el Ministerio de Medio Ambiente para que Grupo Roble iniciara con el proyecto Brisas de Santo Tomás sólo tenía vigencia de un año.
Este equipo solicitó una entrevista con Grupo Roble, a través de su agencia de comunicaciones, para conocer sobre el proyecto desarrollado y la denuncia presentada por la empresa contra Sonia Sánchez. Sin embargo, la constructora se limitó a remitir el expediente judicial y a los permisos que les fueron otorgados, al ser «información de carácter pública».
Mientras tanto, en la comunidad de Santo Tomás siguen viendo la demanda en contra de Sonia como “un debilitamiento en la lucha organizativa”, en palabras de la ecofeminista, como ella misma se describe hoy.
Un nuevo ataque en Santo Tomás
Este 2022, Sonia Sánchez recordó toda su criminalización de golpe: el asesinato de la ambientalista Bernarda Elizabeth de León Chávez revivió todos los ataques y la puso en alerta nuevamente. “Me paralizó un momento”, confiesa.
Bety, como era conocida la defensora asesinada, fue atacada por dos hombres a las 5:45 de la mañana del 22 de marzo. La ambientalista transitaba por la calle Río Limón, a 300 metros de su casa en Santo Tomás, cuando dos sujetos la interceptaron y apuñalaron nueve veces en el abdomen, cuello y espalda. Bety quedó sobre el pavimento, hasta que unos vecinos que viajaban en transporte colectivo la vieron y alertaron a la familia. Bety, aún con pulso, fue trasladada a un hospital cercano. No sobrevivió.
La defensora asesinada estaba organizada en la asociación ambientalista fundada por Sonia Sánchez, el Movimiento de Mujeres de Santo Tomás, desde donde Bety era referente comunitaria de las localidades Ojo de Agua, Río Limón, La Manzana, El Guaje y Potrerillos, en el cantón Casitas.
Para Sonia “la niña Bety”, como le dice, era una mujer “empática” que sabía “dónde había una necesidad” y que se “activaba” ante cualquier emergencia. “¿Para quién es el control territorial (el plan de seguridad estatal)? Porque a las mujeres nos siguen asesinando y desapareciendo”, reclama al Estado con enojo en la voz.
El feminicidio de Bety se dio cinco días antes de que el presidente Nayib Bukele pidiera a la Asamblea Legislativa, liderada por el partido oficialista Nuevas Ideas, la aprobación del régimen de excepción que suspendió durante 30 días los derechos de libertad de asociación, reunión, privacidad de las comunicaciones y de tener acceso a un abogado, así como las garantías del debido proceso. El régimen de excepción ha sido prorrogado dos veces más, superando a finales de junio de 2022 los tres meses.
Durante el estado de excepción se incrementaron las detenciones arbitrarias, que incluyen a líderes comunitarios y de organizaciones civiles. Hasta el 6 de junio se contabilizaban 33 muertes de hombres detenidos. Y “las autoridades de El Salvador han creado una tormenta perfecta de violaciones de derechos humanos”, dijo Erika Guevara Rosas, directora para las Américas de Amnistía Internacional, sobre el régimen de excepción.
En localidades como Santo Tomás, el régimen de excepción ha intensificado la militarización, algo que preocupa a Sonia. En su visión, si hay más militares y policías en las calles, aumentan las presiones hacia los sectores pobres de la población. La defensora recuerda que la labor de Bety trascendió del tema ambiental, pues acompañó la denuncia judicial por el acoso de un militar hacia una mujer de su familia. Bety también reportó otros casos de violencia sexual a niñas y adolescentes de su comunidad.
Silvia Juárez, abogada de la Organización de Mujeres Salvadoreñas por la Paz (Ormusa), considera que cuando hay “cuerpos uniformados, sabemos que hay claramente un redoblaje de los mecanismos de riesgo sobre las víctimas”. En 2021, su organización registró un total de 132 feminicidios en El Salvador. Y en los primeros dos meses de 2022 la organización contabilizó 20 feminicidios.
Con el asesinato de Bety, El Salvador registra siete muertes a personas defensoras del ambiente en los últimos 13 años, según el registro que reconstruyó MalaYerba para Tierra de Resistentes.
Sin ningún reconocimiento de la labor de los defensores de derechos humanos, sus crímenes siguen siendo tratados como delitos comunes o vinculados a pandillas. Por eso, Andrea Burgos, de la Colectiva Feminista, considera que el Estado es “el primer responsable” de las agresiones a defensoras, pues “no ha creado mecanismos de protección”. Su organización fue la que elevó a nivel internacional los feminicidios de Bety y Dina Yaseni Puentes, así como los ataques a Sonia.
De nada ha servido la presión de los colectivos, pues según confirmó una fuente familiar de Bety, tres meses después del crimen, la Fiscalía no les ha dicho nada sobre la investigación que abrió por el feminicidio de la defensora.
En Santo Tomás, sus “compañeras del movimiento”, dice Sonia, tienen temor de pasar por la calle Río Limón. Eso las ha llevado a mejorar sus planes de seguridad, tanto físicos, emocionales y legales.
Las consecuencias de la desarticulación del movimiento ambiental
La expansión de proyectos urbanísticos hacia el interior de El Salvador ha trasladado la crisis hídrica fuera de la capital, San Salvador. Estos conflictos ambientales con frecuencia han terminado en la criminalización de líderes comunitarios, como en los casos de Tacuba, Santo Tomás y más recientemente en la Hacienda La Labor, en Ahuachapán.
Un grupo de siete personas se estaba organizando para proteger la fuente de agua que utiliza la comunidad de la Hacienda La Labor de la posible afectación por parte de la inmobiliaria Fénix en la construcción de 1,776 lotes habitacionales en la residencial Eco-Terra. Esa disputa por el agua terminó el 25 de noviembre de 2021 con el operativo policial donde capturaron a: Jorge Zúniga Artero, agente policial y presidente de la junta de agua de La Labor; David Escalante y Rosa Miriam Cinco. Otros cuatro, Érika Solórzano, Kevin Menéndez, Mario Cinco y Adonaldo Artero, se entregaron al tener orden de captura.
Los últimos cinco consiguieron mantenerse libres durante el proceso judicial, no así los tres detenidos iniciales, que permanecieron dos meses más en prisión hasta que la Cámara Tercera de la Sección de Occidente ordenó su libertad el 21 de enero de este año.
Mientras la resistencia de la comunidad de La Labor se enfocó en sus defensores, el Ministerio de Medio Ambiente continuó el proceso de evaluación del permiso ambiental, que finalmente el 31 de marzo de 2022 dio para legalizar la explotación del agua en favor de la inmobiliaria.
Los procesos judiciales largos o la detención sirven para sacar a los defensores de sus luchas, argumenta María Silvia Guillén, presidenta de la Fundación de Estudios para la Aplicación del Derecho (Fespad). “Esa es la forma en la que se ha venido desarticulando el movimiento ambientalista”, lamenta.
“Que lo hagan otros es parte de las herramientas que tienen, pero el problema es cuando el Estado acepta esas narrativas de criminalización y comienza un proceso para tratar de limitar las libertades o sancionar a estas personas”, dijo el abogado y defensor de derechos humanos Manuel Escalante.
El defensor de Tacuba, David Aguirre, sabe bien de ese golpe a la comunidad provocado por la criminalización. Desde que iniciaron los ataques, el suministro del recurso natural a las familias no solo ha bajado, sino que los costos por los que pagan por ella han subido, dice. Esto también lo confirma la PDDH en una resolución emitida en diciembre de 2017 sobre el caso Tacuba.
El proceso judicial los ha enfermado y les tiene sin poder lograr un trabajo digno, como le pasa a David, quien no gana más de cinco dólares diarios. Estas son algunas de las consecuencias de la criminalización que viven.
A eso se suma que en agosto de 2021, la Asamblea Legislativa aprobó el Decreto 144 que reforma la Ley de la Carrera Judicial. Impulsado por el grupo parlamentario oficialista del partido Nuevas Ideas, ordenó la destitución de jueces arriba de 60 años de edad y con más de 30 años de carrera. “Una destitución masiva no hace sino profundizar la ausencia de garantía (judicial). De ahora en adelante la criminalización puede agudizarse e incrementarse”, dice David Morales, abogado y defensor de derechos humanos.
Con la entrada en vigencia del Decreto 144 también se desmanteló a la Cámara Ambiental de San Salvador, cuyos magistrados propietarios, Samuel Lizama y Cesia Romero, habían frenado daños ambientales. Y también ataques a defensores ambientales como en el caso del río Sensunapán, en el que los magistrados desestimaron una petición del representante legal de la empresa Sensunapán S.A. de C.V. que buscaba señalar a los defensores ambientales indígenas Francisco Pulque y Enrique Carías de estar “mintiendo, creando falsos sitios ceremoniales, señalando riesgos ambientales inexistentes y más”.
“Ahora, lo poco que teníamos que era la Cámara, que estaba siendo ese ente de contención, se lo han tomado. Así que el escenario que se viene es de mucha lucha, de mucha conflictividad en los territorios y de denuncias, de exabruptos y violaciones del Ejecutivo”, advierte César Artiga, del Equipo Impulsor de Escazú en El Salvador. En su visión, este nuevo escenario de “depredación ambiental y persecución de defensores” pone en evidencia las verdaderas razones por las que el presidente Bukele no firmó el Acuerdo de Escazú.
La crisis en el sistema judicial puede complicar aún más los procesos legales en contra de defensores ambientales, con una Fiscalía General de la República y Corte Suprema de Justicia cooptadas por el Ejecutivo. Es la puerta abierta para una “casi absoluta impunidad”, dice Morales.
Mientras tanto, David Aguirre continúa su eterna espera desde julio de 2016 para tener una audiencia donde se defina si pasa a juicio o si son absueltos él y los defensores de Tacuba. Lo último que supo es que estaba programada para el 22 de junio de 2022 y fue reprogramada nuevamente para el 12 de septiembre. A la espera de que la fecha llegue, David tiene clara cuál es su batalla por el agua: “Aunque sea con sufrimiento, hay que seguir defendiendo esto”.