Por más de cuatro décadas, el Estado costarricense incumplió su obligación de devolver las tierras a pueblos indígenas que entonces se cansaron de esperar y optaron por recuperarlas por sus propios medios: ingresando, instalándose, resistiendo. Sobre todo eso, resistiendo. Dos indígenas fueron asesinados en los últimos tres años por sus acciones de recuperación. Pero ni las amenazas de muerte ni los constantes ataques hacen que estos pueblos se rindan en la defensa de su tierra y del medioambiente.
Sus historias en este especial de Tierra de Resistentes.
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Sucedió la mañana del 7 de marzo del 2020. China Kichá amaneció como siempre, como ahora, con un rumor parejo del trino de aves y ramas de árboles meciéndose. Una muchedumbre extraña se acercó desde temprano y una vagoneta bloqueó la entrada a este territorio indígena cabécar ubicado a 175 kilómetros al sureste de la capital de Costa Rica, en uno de los rincones del cantón de Pérez Zeledón. Hubo quienes comentaron que se trataba de una protesta social, pero dirigentes indígenas presentían una desgracia.
Habían pasado menos de dos semanas desde que el indígena bröran del territorio Térraba, Jhery Rivera, murió de cinco tiros en la espalda cuando participaba en cuatro procesos de recuperación de tierras. Un año antes, Sergio Rojas, un reconocido líder indígena bribri, también había sido asesinado tras ser amenazado en múltiples ocasiones por sus acciones de recuperación. Murió baleado en su casa, en Salitre, a unos 80 kilómetros de China Kichá.
Si a ellos los habían matado aun cuando desde el 2015 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) emitió medidas cautelares que obligan al Estado costarricense a proteger la vida de las personas indígenas en esos territorios, ¿qué podía esperarle a recuperadores de otras zonas?, se preguntaban en China Kichá y lo tenían presente aquella mañana.
A las 9:15 a. m., el ataque ocurrió justo aquí, sobre este pedazo de tierra gruesa colorada que las personas indígenas bautizaron como Kerpego por ser la “casa de zompopas”, unas fieras hormigas cortadoras de hojas. Fue una “batalla campal”, describe la lideresa indígena cabécar Doris Ríos, una mujer de mediana estatura a quien le hierve la sangre.
-Podrán decir que estamos exagerando, pero quienes lo vivimos, así lo vivimos.
Cuenta Doris que eran más de cien. Que irrumpieron en las fincas portando palos, cuchillos y hasta armas de fuego. Que rociaron gasolina en ranchos y los quemaron.
-La casa de Marcela quedó literalmente en cenizas-, lamenta recordando el daño sufrido por una compañera cabécar.
Doris repasa aquel día mientras está de pie en un rancho construido con horcones y palma seca. Es un mediodía de abril y el aire caliente se impregna en la piel. Una decena de mujeres de distintas edades la rodean. “Compañeras”, se llaman entre ellas. Son la base de la preservación de la cultura cabécar, donde el linaje se hereda por la línea materna.
Mientras las zompopas desfilan amenazantes y se cuelan entre nuestros pies, estas mujeres narran que durante los procesos de recuperación han tenido que poner de muro su propio cuerpo, con todo y el temor que sienten de solo pensar que sus hijos puedan quedarse sin su madre. Un miedo que les invade, pero que no las paraliza. Es mejor eso a estar como antes, sin un trozo de tierra para sembrar ni naturaleza para cuidar. Están seguras, dicen.
Sus testimonios coinciden en que aquel día de marzo del 2020 el ataque se extendió a otros puntos dentro de China Kichá, donde los pueblos originarios han ido tomando tierras porque aseguran que durante décadas les fueron arrebatadas a sus antepasados. Por eso les llaman “recuperaciones”. Por más de cuatro décadas, el Estado costarricense incumplió una obligación legal de devolverles las fincas que habían pasado a posesión de terratenientes de la zona, ya sea porque estos últimos las habían obtenido de forma violenta, por engaños o por ser compradores de “buena fe”, como aseguran algunos. A falta del cumplimiento de esa obligación, algunos pueblos indígenas se cansaron de esperar y optaron por obtenerlas por sus propios medios: ingresando, instalándose, resistiendo. Sobre todo eso, resistiendo.
Como esa mañana en que Doris se encontraba en su casa, ubicada en la recuperación Sekeirö Kaska, más o menos a un kilómetro de Kerpego. Junto a un grupo de compañeros y compañeras combatió a quienes a punta de golpes e incendios intentaban obligarles a abandonar esos terrenos.
Fue una batalla, repite Doris. Una guerra en medio del país catalogado como uno de los más pacíficos de América Latina. Un grupo luchaba en Sekeirö Kaska, otro en Sá Ká Duwé Senaglö y el primero grupo en Kerpego, donde -según relata- “había señoras adultas, niños ahogándose del humo, ahí, resistiendo, resistiendo”.
No era la primera vez que sufrían ataques como respuesta a las recuperaciones de fincas, pero nunca de la magnitud devastadora con que ocurrió ese día, asegura la lideresa cabécar.
-Sacaron a los compañeros y luego, gracias a Dios, volvimos a retomar el control.
China Kichá soportó con toda la fuerza esa mañana y así ha seguido hasta el día de hoy. Pero viven bajo alerta constante. Alzan la cabeza en un movimiento rápido ante el mínimo sonido de un motor desconocido. Esperan que el improvisado puesto policial instalado en la entrada del territorio sirva de inhibidor a sus atacantes, pero eso no ocurre. Más bien creen que la Policía está de su lado, aunque las autoridades insisten en negarlo.
La comunidad indígena asegura conocer quiénes son los autores materiales e intelectuales de los distintos ataques ocurridos en los últimos años. Los identifican como terratenientes que tenían la posesión de esas fincas y algunos que todavía habitan en terrenos aledaños, entre ellos un empresario de apellido Fernández (y sus peones), otros finqueros de apellidos Vargas y Porras y una familia de apellido Rivera.
-Pero nadie ha sido judicializado-, reprocha Doris con desazón.
***
Visto desde la cima de esta colina, China Kichá es una pintura al óleo de matices verdes y azules. Asentado entre la cordillera de Talamanca y la fila brunqueña, dentro del Área de Conservación la Amistad Pacífico, esta zona posee ecosistemas tan variados como páramos subalpinos, bosques nubosos y humedales de altura, con algunas especies endémicas. Es tal su nivel de biodiversidad que ha sido catalogada como Patrimonio Natural de la Humanidad. Sin embargo, el cambio de uso de suelo en las últimas décadas impactó a esos ecosistemas que ahora la comunidad indígena se propone restaurar.
Es fácil diferenciar cuáles terrenos han sido recuperados por indígenas y cuáles no. En una ladera, un puñado de reses mordisquean el pasto cortito. Esos potreros están en manos de terratenientes que los utilizan para ganadería. En cambio, allá al fondo, en Sekeirö Kaska (“Tierra de Mayores” en lengua cabécar), la montaña reverdece profunda.
-Ahora se ve un cambio. En toda la recuperación, en Kono Jú, en Sekeirö Kaska, usted puede ver que ya salen nuevos arbolitos. Donde era potrero, ya empezaron a nacer más arbolitos y así. El problema es cuando llega el verano y hay gente que nos incendia las fincas- señala Adriana Fernández, una joven que preside una organización de mujeres indígenas con distintos emprendimientos agrícolas.
Las quemas fueron parte de las primeras represalias que sufrieron desde el inicio de las recuperaciones, cuentan en esta comunidad. En verano, de hecho, se pueden notar grandes incendios en las fincas habitadas por personas indígenas que dañan sus cultivos y afectan a las nacientes de agua.
-Cuando ingresamos, la quebrada estaba seca. Al año siguiente no se secó y hasta unas nacientes que no sabíamos que existían empezaron a botar agua. Mi mamá dice que las nacientes son tan vivas que cuando sienten que hay gente, salen, y nosotros somos los encargados de cuidarlas. Para nosotros el medioambiente es lo primordial, mantenerlo bien. Sabemos que las vacas y animales pesados no pueden estar cerca de las quebradas ni de las nacientes, porque se empiezan a secar.
Impedir la cacería ha sido lo más difícil, agrega Adriana, quien luce unas botas de hule apropiadas para cuando en esta tierra colorada caiga la primera gota de lluvia.
Dice que hasta los venados que antes se escondían asustadizos han empezado a llegar mansos a acercarse a las siembras de frijoles, pero que los cazadores se escuchan a veces a las dos de la madrugada monteando, buscando a esos venados, buscando saínos o tepezcuintles.
-Entonces una de las cosas que se hace es levantarse a esa hora y un grupito ir a ver quiénes están ahí y a veces salen huyendo.
La vivencia de estas mujeres indígenas refleja los resultados de investigaciones en otras partes del mundo. Un informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) dice que los indígenas son “los mejores guardianes de sus bosques”, pues en países como Colombia, Brasil y Bolivia la deforestación es entre 2 y 2,8 veces menor en los territorios indígenas y tribales donde los gobiernos han reconocido los derechos colectivos sobre la tierra. Estos bosques, además, capturan más del doble de carbono que las tierras no indígenas, según otro estudio del World Resources Institute and Climate Focus.
Eso es precisamente lo que pretende el pueblo cabécar de China Kichá: evitar la deforestación y preservar el medio ambiente.
La comunidad existe legalmente desde 1956, cuando un decreto ejecutivo del gobierno de José Figueres Ferrer declaró la conformación del territorio indígena con una extensión mayor a las 4.000 hectáreas. Sin embargo, en 1982, el gobierno de Rodrigo Carazo anuló el decretó argumentando que la población cabécar de esa zona se había dispersado y migrado a otros lugares.
Los terrenos fueron administrados por el ahora llamado Instituto de Desarrollo Rural (Inder), el cual los asignó para parcelas sin consultarle a la población originaria, explica la lideresa Doris Ríos.
En el 2001, el gobierno de Miguel Ángel Rodríguez restableció el territorio con una medida de apenas 1.100 hectáreas. Pero eso fue en el papel, porque en la realidad no significó que el pueblo cabécar pudiera retomar el control de esas tierras. Es hasta ahora, tras los procesos de recuperación, que han logrado poseer unas 700 hectáreas.
Situaciones similares han vivido otros pueblos autóctonos de Costa Rica tras el destierro de sus antepasados.
En total, en el país hay 24 territorios indígenas en los que habitan ocho pueblos originarios: Huetar, Maleku, Bribri, Cabécar, Brunka, Ngäbe, Bröran y Chorotega, que constituyen el 2,4% de la población del país.
En 1977, la Ley Indígena declaró esas reservas “exclusivas” para los pueblos autóctonos. La misma normativa estableció que las personas no indígenas que hubiesen adquirido ahí terrenos “de buena fe” serían reubicadas o indemnizadas. Pero los años pasaron y los gobiernos ignoraron su obligación con la población originaria.
Esa ley además fue cuestionada por los mismos indígenas, en especial desde la incorporación de Costa Rica al Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo en 1989 sobre derechos de pueblos indígenas, según han señalado investigadores. La razón es que impone figuras de representación, como las Asociaciones de Desarrollo Integral (ADI), “cuya legitimidad para la población originaria es limitada en el mejor de los casos, ya que tradicionalmente los pueblos indígenas que habitan en Costa Rica poseen otras figuras de organización, como son los consejos de ancianos (consejos de mayores)”, dice el informe “Recuperaciones de tierras de pueblos originarios en Costa Rica. La pandemia como contexto”.
En agosto del 2010, Sergio Rojas y otros representantes indígenas se presentaron en la Asamblea Legislativa, en la capital de Costa Rica, para reclamar otra deuda pendiente: la votación de un proyecto de ley de autonomía de pueblos originarios estancado por décadas en ese poder de la República. No los escucharon, así que tomaron el Salón de Beneméritos de la Patria ubicado en el Congreso.
A la 1:45 de la madrugada los oficiales sacaron a la fuerza a las personas manifestantes. Había mujeres indígenas de Abrojo Montezuma y de Salitre, quienes protestaban en su lengua y se mantenían en el suelo de manera pacífica, según los videos y notas publicadas ese día por ambientalistas. Una de ellas se aferraba a la pierna de una diputada.
Los pueblos indígenas se prometieron entonces que ya no iban a mendigar sus derechos y ese mismo año iniciaron las recuperaciones de tierra en Salitre. A partir de ahí se agudizó la violencia y la resistencia en el sur del país.
Las autoridades gubernamentales se vieron obligadas a intentar buscar una salida al conflicto, a pesar de que por décadas habían permitido que se avivara por no cumplir con la ley.
Para intentar apaciguar los ánimos, en el 2016 el gobierno del presidente Luis Guillermo Solís puso en marcha el plan de Recuperación de Tierras Indígenas (RTI) y le encomendó al Inder “regularizar los territorios indígenas”. En una primera fase, prevista para realizarse en dos años, contemplaba la recuperación de nueve territorios, entre ellos China Kichá. Pero eso tampoco ocurrió.
En China Kichá, mientras tanto, prestaban atención a todos estos hechos.
-Nosotros escuchábamos lo de Sergio Rojas (que estaba recuperando tierras) y decíamos: ‘¿Por qué ellos pueden y nosotros no?’. Entonces, viera que era una conversación diaria. Usted se encontraba, se cruzaba palabra, de que qué se podía hacer- recuerda Yamileth Zúñiga, una indígena maciza, de piel caoba, ojos diminutos y una sonrisa ligera que contrasta con un cierto aire de guerrera.
Empezaron en el 2018 aquí, en esta zona de dos hectáreas donde nos comen las hormigas.
-Cuando se recuperó Kerpego yo no participé en persona, pero sí apoyé a mi compañero. Yo le metía como esa cizaña de que por qué no recupera. Porque en verdad, le voy a contar algo propio, yo me enojaba hasta con él, le decía: ‘vea que no hay ni dónde sembrar una yuca. Vamos a estar el otro sin nada. Vaya, vea que yo conversé con fulano y la policía no nos puede sacar porque es algo de nosotros’. Hasta que un día se vino- relata.
En mayo del 2019, dos meses después del asesinato del indígena bribri que inspiró su lucha, en China Kichá organizaron la segunda recuperación: una extensión de 250 hectáreas a la que nombraron Kono Jú por ser “Casa de tepezcuintles”, como el pequeño roedor que habita los bosques ticos. En esa ocasión, Yamileth sí participó directamente.
-Yo soy madre de siete hijos y en ese tiempo tenía seis. Y uno piensa de todo, porque ahí corre peligro. No fue fácil, fue muy difícil, tuvimos que estar debajo de un palo, llevamos sol, llevamos lluvia, fueron meses y meses de estar ahí, un año completo prácticamente de no salir de la finca. Si le cuento qué hicimos para poder sobrevivir, no me creería.
Se alimentaban de lo que alguien pudiera llevarles o de lo que encontraran. Un banano llegó a ser la comida de todo un día. Al tiempo, trabajaban para cultivar en aquella tierra que hasta entonces era potrero, narra Yamileth.
-Hoy por hoy usted va a ver Kono Jú y se ve el cambio- resalta.
Para el 2020 ya habían recuperado otras tres fincas: una de 150 hectáreas nombrada Sekeirö Kaska, que traducido significa Tierras de Mayores, porque ahí se habían asentado los primeros pobladores cabécares de China Kichá, explican.
Un grupo de mujeres de todas las edades recuperó luego Duwé Senaglö (Tierra donde habitan los venados), de 130 hectáreas. Y finalmente Yuwi Senaglö (Casa de cangrejos) de 128 hectáreas.
Esas recuperaciones les permitieron además volver a unirse como comunidad, recuperar la transmisión de su lengua cabécar, trabajar colectivamente y hacer trueques con los alimentos, cuenta Petronila Ríos, otra indígena del grupo.
-Ahorita nos conocen un poquito más en las instituciones. Saben que aquí hay un territorio indígena, cuando antes a usted le preguntaban dónde vive y no sabían qué era China Kichá- dice con orgullo.
Cuando ya tenían cinco terrenos recuperados se presentó el ataque más grande que han sufrido, el que no olvidan, el de aquella mañana de 7 de marzo del 2020.
***
No es que las mujeres de China Kichá no sientan miedo. Es que aprendieron a convivir con él, a llevarlo al campo, a la pulpería, a una noche de descanso intranquilo pensando que a cualquier hora podrían llegar los agresores o al lado del teléfono aguardando por noticias de sus esposos e hijos.
-Porque el miedo, como dijo alguien, es una enfermedad. Y si no aprendes a dominarlo, no puedes estar aquí. Tienes que aprender a domarlo. Eso es lo que hemos hecho nosotros, vivir así, porque ha sido muy fuerte la violencia, física, amenazas, amenazas de abuso sexual contra nosotras, amenazas a nuestros hijos, a nuestros esposos- expresa Doris con una fuerza que le agita las manos.
Organizaciones sociales como la Coordinadora de Lucha Sur Sur (CLSS) han documentado en los últimos años la cantidad de hechos violentos que sufren poblaciones indígenas. Solo en ese 2020 hubo más de 80 agresiones y amenazas, detalla un informe de la CLSS.
A mediados de mayo, en China Kichá se presentó otro enfrentamiento al que llegó la misma Fuerza Pública a lanzar gases lacrimógenos. Lo cuenta después la misma Doris con una voz debilitada.
-Es por los gases que tiró la Policía- explica sobre su voz afectada. Días antes, ella misma nos relató que en febrero descubrieron a un oficial que entraba a cazar al territorio.
-Eso como que a mí me dio un coraje. Hasta lloré- nos había dicho.
La lucha de estos pueblos originarios no es solitaria. En este país centroamericano que se jacta ante el mundo por ser “verde”, han sido asesinadas 22 personas por sus acciones ambientalistas desde los años 80, incluyendo cuatro dirigentes indígenas, según datos recopilados por la Federación Costarricense para la Conservación de la Naturaleza (FECON) al 2020.
Solo en la última década, al menos 70 personas han sido víctimas de homicidios, ataques, amenazas y acoso judicial, de acuerdo con una actualización de esos datos realizada para esta colaboración periodística. La cifra se queda bastante corta considerando que muchos de esos ataques y amenazas se vuelven a veces tan cotidianos que las personas ya ni los denuncian, porque no esperan que ninguna autoridad responda. Porque tantas otras veces no les han escuchado, según sus testimonios.
“Hay lamentablemente un terrible subregistro de personas que reciben amenazas y atemorizadas, se las guardan. Van a los tribunales y no se sabe si las causas fueron condenadas o desestimadas o si las personas conciliaron por temor a la demanda civil”, señala Nicolas Boeglin, docente de la Facultad de Derecho de la Universidad de Costa Rica (UCR). Él fue una de las personas a quien en el 2011 la empresa Industrias Infinito demandó por dar declaraciones en contra de la minería a cielo abierto, justo cuando esa compañía pretendía levantar un proyecto de minería de oro a cielo abierto en Crucitas, en el norte del país, un caso en el que finalmente fue absuelto.
Solo en el caso de homicidios, donde las autoridades deben actuar de oficio, el registro podría considerarse apegado a la realidad. El problema es que en muchas ocasiones estas muertes quedan impunes, como la del líder indígena Sergio Rojas, por la cual nadie ha sido responsabilizado.
Otros crímenes tardan años en ser esclarecidos y otros pueden tropezarse en los procesos judiciales y malas investigaciones.
Fue el caso de Jairo Mora, un joven ecologista de 26 años, asesinado en mayo del 2013 mientras realizaba un patrullaje en la playa Moín, en el caribe costarricense, buscando huevos de tortuga baula para protegerlos de los ”hueveros” que los recogían y vendían. Jairo viajaba con cuatro ambientalistas extranjeras cuando unos hombres los abordaron, lo amarraron a su vehículo y lo arrastraron por esa misma playa que él tanto protegía. Murió víctima de asfixia por tragar agua y arena.
La Policía detuvo a siete sospechosos solo dos meses después, pero en un primer juicio, realizado en el 2015, el Tribunal de Limón señaló graves errores en la investigación y los puso en libertad. Un año más tarde, otra conformación de jueces de ese Tribunal condenó a cuatro acusados a la pena máxima de 35 años de prisión.
En el caso de las amenazas, las intimidaciones con procesos judiciales son cada vez más comunes, coinciden abogados y víctimas, aunque no existe un número consolidado de cuántas denuncias se interponen con el único fin de atemorizar.
-Los no indígenas nos acusan de comernos las vacas, de cortarle no sé qué, de agredirlos… ¡De un montón de cosas! Yo en lo personal fui acusada. El señor llegó allá a la finca donde él no tenía nada que ver. Llegó, nos amenazó, nos insultó. Vine, puse la denuncia y nada. Él fue, puso la denuncia y a los tres días yo estaba notificada que no me podía acercar a él porque era un adulto mayor y que yo lo había agredido, cuando ni siquiera nos acercamos. Así funciona eso, judicializando, dándonos licenciados de oficio y que nosotros digamos que somos culpables. No hay muchos en la cárcel porque hay un licenciado que lleva los procesos y nos ha tendido la mano- reprocha con voz irritada la lideresa cabécar Doris Ríos.
Una luz de esperanza se percibe entre dirigentes cabécar y de otros pueblos indígenas cuando se habla del Acuerdo de Escazú, un tratado regional para la protección del ambiente que lleva justamente el nombre de un cantón costarricense.
El título largo es Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe. El nombre corto, Acuerdo de Escazú, no se lo colocaron por casualidad. Costa Rica lideró los procesos de negociación de este documento, que fue impulsado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) y fue adoptado el 4 de marzo del 2018 en la ciudad de ese mismo nombre dentro del área metropolitana de Costa Rica.
Entre otros pilares fundamentales, el tratado busca promover el acceso a la justicia y la participación ciudadana en asuntos ambientales, facilitar el acceso a información sobre proyectos y la creación de instrumentos que permitan la protección y seguridad de defensores ambientales. En total, 24 países concertaron los términos del documento y lo firmaron, pero aún restaba la ratificación en cada país.
El 22 de abril de 2021, el Acuerdo de Escazú entró en vigencia ratificado por 12 países. Para sorpresa de todo el mundo, Costa Rica -su impulsor- no fue uno de ellos.
Los intentos de ratificación en Costa Rica sufrieron tropiezos a pesar de que, en febrero del 2020, el proyecto contó con un amplio respaldo en un primer debate por diputadas y diputados de la Asamblea Legislativa que terminaron su periodo en mayo de este año. Se requería una segunda aprobación, pero el proceso chocó con un Poder Judicial que sostiene que se afectará su funcionamiento porque impacta su presupuesto y con cámaras empresariales que aseguran que se permitiría “a diferentes actores, sin bases técnicas o científicas, ya sea por oportunismo, intereses económicos o ideológicos, obstaculizar a través de instancias internacionales, el desarrollo del país y el aprovechamiento de los recursos naturales de forma sostenible, afectando la soberanía nacional”, según indicó la Cámara Costarricense de la Construcción en una carta enviada al Congreso.
“Algo pasó, una gran magia muy poderosa, y diputados y diputadas cambiaron su criterio sin explicarnos esa contradicción”, señala el profesor Nicolas Boeglin.
El Gobierno recién electo, con Rodrigo Chaves a la cabeza, ni siquiera ha sido tibio con el tema. La posición fue más bien contundente con claros guiños al sector empresarial que se ha manifestado en contra del tratado: “El sector privado debe estar tranquilo de que el Acuerdo de Escazú no está en la agenda del Gobierno”, expresó Chaves.
Mientras ahí está el mundo, atónito, observando a Costa Rica y tomando nota de su notoria ausencia en la primera reunión de Estados Parte al Acuerdo de Escazú (o COP1 por las siglas de Conferencia de las Partes) que se realizó en abril pasado en Santiago de Chile.
“Desde el punto de vista internacional, nadie entiende lo que está pasando, porque al no ratificar el Acuerdo de Escazú, Costa Rica le está dando la espalda a dos pilares fundamentales de su política exterior que son derechos humanos y ambiente. Es una incoherencia total que le resta cualquier credibilidad a cualquier diplomático costarricense cuando se presenta al mundo”, añade Boeglin.
El pasado 21 de abril, la indígena cabécar Doris Ríos fue homenajeada por la Universidad de Costa Rica por su liderazgo en los procesos de recuperación de tierra en China Kichá. Ese día, ella aprovechó para recordar la necesidad de que Costa Rica ratifique el Acuerdo de Escazú. “Puede ayudar a cuidar más la tierra”, dijo. Pero es posible que eso no suceda.
En China Kichá, sin embargo, afirman que sin importar las decisiones que tomen políticos sentados en sus cómodas oficinas capitalinas, seguirán peleando por la tierra, protegiéndola, siendo parte de ella.
-Yo te puedo decir que lo que hemos pasado, de estar casi muertos y desaparecidos, que nadie conocía de nosotros, a vivir en nuestra finca recuperada y despertar en la mañana con los sonidos de las aves, del viento, de las quebradas, es lo que te llena y hace echarle ganas- finaliza Doris después de repasar cada ataque y amenaza que ha sufrido.
Su compañera Yamileth Zúñiga tiene el mismo sentimiento, aunque le cuesta encontrar palabras que le parezcan suficientes para expresarlo.
-Recuperación es una palabra grande, que creo que no podré llegar hasta ahí, porque recuperar es todo, y cuando yo miro esa palabra, es como si yo volviera a vivir- dice Yamileth.
Las mujeres indígenas terminan su relato y empieza la tarde en China Kichá. Las nubes bailan presagiando un aguacero. Las hormigas, conocedoras de que morirán si se quedan bajo la lluvia, se enfilan hacia sus túneles para buscar refugio. Se quedan ahí, protegiéndose entre ellas, resistiendo, hasta que pase la tormenta y sea un nuevo día soleado en Kerpego.
También colaboraron en este reportaje: Alejandro Durán, María Laura Molina y Rubén Fernández.
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